(Imagen
de Ana Jiménez)
Hoy comparto nuevamente una entrevista de ImaSanchís para La Contra de La Vanguardia. En este caso, a Gregorio Luri, maestro
de escuela, pedagogo, doctor en Filosofía y escritor.
Es profesor universitario y doctor en
Filosofía, un hombre leído, pero a él le basta que lo defina como maestro: “Hay
que volver a subir al maestro al pedestal para exigirle lo que corresponde a
una figura a la que le supones una autoridad y un crédito”. Dejó la docencia
por una enfermedad, la enfermedad de Ménière, que le produce mareos, vómitos y
le obliga a meterse en la cama hasta que pasa. “Al principio me deprimió
muchísimo, luego decidí dejar de quejarme y comencé a escribir”. Lleva una
treintena de libros publicados sobre filosofía, historia y educación. “Elogio
de las familias sensatamente imperfectas” (Ariel) es un pequeño libro delicioso
que no tiene desperdicio, un manifiesto de sensatez que se agradece.
62 años. Nací en Navarra y vivo en El Masnou.
Casado, dos hijos y dos nietos. Soy un conservador, no tengo suficiente con ser
sólo moderno, necesito recurrir a los antiguos para entender el presente. Y un
pagano que cree en Jesús
¿Qué
le han enseñado sus alumnos?
Mis límites. “Habla para que te vea”, decía
Sócrates. Sólo cuando los demás hablan los ves y cuando hablas te ves a ti
mismo.
¿Qué
es un maestro?
Tu obligación es hacer visible a tu alumno lo
que puede llegar a ser.
Un
maestro así es el sueño de todo padre.
Creo
que la armonía está sobrevalorada, que padres y maestros no necesariamente
tienen que ir al unísono. Está bien que los niños entiendan que hay
desavenencias. Crecer también es saber moverse de manera adecuada en ámbitos
distintos.
La
armonía es difícil también en casa.
Es irreal hacer creer a los hijos que los
padres estamos de acuerdo en todo. Lo que deben entender es que las
desavenencias se gestionan. Considero que es mucho más importante amarse que
entenderse.
Eso
es muy inteligente, maestro.
Mostrar a los hijos que nos queremos a pesar
de que hay momentos que no nos soportamos es una lección imprescindible para
llegar a ser adulto. ¿Hay algo más importante en la vida que contar con alguien
que te quiere siendo consciente de todo eso de lo que no te sientes digno?
Elogia
usted la familia sensatamente imperfecta.
Sí, la que está dispuesta a aprender de su
propia experiencia, que no delega su responsabilidades en un especialista. Si
los humanos fuésemos relojes complejos, ajustaríamos las piezas que no
funcionan, pero como no lo somos, lo que necesitamos es sentido común.
Hoy
no hay niño que no haya visitado a un psicólogo.
Eso indica la inseguridad de los padres. Si no
tienes un problema claro y concreto, no alquiles tu responsabilidad a un
especialista. Pero a menudo acudimos a ellos porque creemos que es posible una
vida sin problemas.
Cierto.
Eso no existe. De lo que se trata es de cómo
gestionar los problemas cotidianos sin excesivas gesticulaciones.
¿Esa
mala cara, ese grito huracanado...?
Sí, todas esas cosas de las que nos
avergonzamos. Pero hay que pasar página. Me gusta ese cuento zen de un monje
que cuidaba primorosamente su jardín, y cuando había acabado le echaba una
hoja seca porque decía que si no tenía ninguna imperfección no era humano.
Es
usted irónico con los superpadres.
Los padres modernos siempre llevan ese Pepito
Grillo que les hace estar continuamente preguntándose si en lugar de castigar
no hubiera sido mejor dialogar o viceversa; esa condicionalidad en las
relaciones que deberían ser espontáneas marca un comportamiento que merece el
nombre de neurótico.
La
reflexión es buena.
Sí, pero que no sea doliente. Es buena una
cierta ironía con las propias meteduras de pata que te permita dolerte menos y
aprender más.
Hoy
los niños se autojustifican diciendo: “es que soy adolescente”.
Sábado: tu niño del alma, tumbado en el sofá
con el mando a distancia te dice: “Me aburro”. Hay padres que consideran que
deben ser los dinamizadores culturales de sus hijos, ofrecerles un menú de
actividades, pero así estimulan su flojera. Mejor un “y a mí qué”, provocar que
salgan de su aburrimiento autónomamente.
Entiendo.
...O el niño que ha tenido un día agotador:
exámenes, entreno… Llega a casa, tira la mochila y exclama: “¡Estoy
cansadísimo!”. Los padres perfectos le preparan un baño y le sirven la cena. Yo
abogo por un: “Te entiendo perfectamente porque yo llego así muchos días, pero
por favor recoge la mochila”.
Ya.
La adolescencia se ha convertido en un nuevo
fenómeno cultural y comercial. Y a menudo la autoestima se confunde con el
narcisismo que hoy se considera una conducta normal, y eso fragiliza mucho. Si
te crees que el mundo está para servirte, vives en un engaño.
Hay
que ser comprensivo...
Los adolescentes aprenden saltándose los
límites. Tienen más energía que sentido común para controlarla y a menudo
actúan sin lógica; los padres lo sabemos, pero esa comprensión te la debes
guardar para ti, tú debes ser sus frenos.
Dice
que sin culpabilidad no hay moralidad... suena carca.
Hoy la palabra culpa está proscrita, pero
señalarles las faltas es decirles que los consideras personas responsables de
sus actos y no unos insensatos que no saben lo que hacen; así podrán
reflexionar y extraer alguna conclusión.
¿Con
o sin castigo?
La mejor manera de librar a un culpable de sus
remordimientos es ofrecerle la posibilidad de hacer borrón y cuenta nueva. El
drama de nuestros jóvenes es que hay demasiados adultos confundiendo comprender
con justificar.
Con
lo que hacemos nos hacemos.
Así es, y defiendo otro concepto olvidado: la
virtud, cuya esencia es la ambición de realizar bien lo que tengas que hacer.
Me parece más útil el compromiso de los actos que eso de repetir valores: “sé
bueno” “sé sincero”, “sé justo”...
...
Y creo que es más noble aprender a querer la vida
a pesar de sus constantes zancadillas que aspirar a una felicidad que se supone
se consigue renunciando a la vida, es decir: creyendo que si eliminas lo que va
mal serás feliz.
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