jueves, 1 de febrero de 2018

Es mucho más importante amarse que entenderse


(Imagen de Ana Jiménez)


Hoy comparto nuevamente una entrevista de ImaSanchís para La Contra de La Vanguardia. En este caso, a Gregorio Luri, maestro de escuela, pedagogo, doctor en Filosofía y escritor.

Es profesor universitario y doctor en Filosofía, un hombre leído, pero a él le basta que lo defina como maestro: “Hay que volver a subir al maestro al pedestal para exigirle lo que corresponde a una figura a la que le supones una autoridad y un crédito”. Dejó la docencia por una enfermedad, la enfermedad de Ménière, que le produce mareos, vómitos y le obliga a meterse en la cama hasta que pasa. “Al principio me deprimió muchísimo, luego decidí dejar de quejarme y comencé a escribir”. Lleva una treintena de libros publicados sobre filosofía, historia y educación. “Elogio de las familias sensatamente imperfectas” (Ariel) es un pequeño libro delicioso que no tiene desperdicio, un manifiesto de sensatez que se agradece.

62 años. Nací en Navarra y vivo en El Masnou. Casado, dos hijos y dos nietos. Soy un conservador, no tengo suficiente con ser sólo moderno, necesito recurrir a los antiguos para entender el presente. Y un pagano que cree en Jesús

¿Qué le han enseñado sus alumnos?
Mis límites. “Habla para que te vea”, decía Sócrates. Sólo cuando los demás hablan los ves y cuando hablas te ves a ti mismo.
¿Qué es un maestro?
Tu obligación es hacer visible a tu alumno lo que puede llegar a ser.
Un maestro así es el sueño de todo padre.
Creo que la armonía está sobrevalorada, que padres y maestros no necesariamente tienen que ir al unísono. Está bien que los niños entiendan que hay desavenencias. Crecer también es saber moverse de manera adecuada en ámbitos distintos.
La armonía es difícil también en casa.
Es irreal hacer creer a los hijos que los padres estamos de acuerdo en todo. Lo que deben ­entender es que las desavenencias se gestionan. Considero que es mucho más importante amarse que entenderse.
Eso es muy inteligente, maestro.
Mostrar a los hijos que nos queremos a pesar de que hay momentos que no nos soportamos es una lección imprescindible para llegar a ser adulto. ¿Hay algo más importante en la vida que contar con alguien que te quiere siendo consciente de todo eso de lo que no te sientes digno?
Elogia usted la familia sensatamente imperfecta.
Sí, la que está dispuesta a aprender de su propia experiencia, que no delega su responsabilidades en un especialista. Si los humanos fuésemos relojes complejos, ajustaríamos las piezas que no funcionan, pero como no lo somos, lo que necesitamos es sentido común.
Hoy no hay niño que no haya visitado a un psicólogo.
Eso indica la inseguridad de los padres. Si no tienes un problema claro y concreto, no alquiles tu responsabilidad a un especialista. Pero a menudo acudimos a ellos porque creemos que es posible una vida sin problemas.
Cierto.
Eso no existe. De lo que se trata es de cómo gestionar los problemas cotidianos sin excesivas gesticulaciones.
¿Esa mala cara, ese grito huracanado...?
Sí, todas esas cosas de las que nos avergonzamos. Pero hay que pasar página. Me gusta ese cuento zen de un monje que cuidaba primo­rosamente su jardín, y cuando había acabado le echaba una hoja seca porque decía que si no tenía ninguna imperfección no era humano.
Es usted irónico con los superpadres.
Los padres modernos siempre llevan ese Pepito Grillo que les hace estar continuamente preguntándose si en lugar de castigar no hubiera sido mejor dialogar o viceversa; esa condicionalidad en las relaciones que deberían ser espontáneas marca un comportamiento que merece el nombre de neurótico.
La reflexión es buena.
Sí, pero que no sea doliente. Es buena una cierta ironía con las propias meteduras de pata que te permita dolerte menos y aprender más.
Hoy los niños se autojustifican diciendo: “es que soy adolescente”.
Sábado: tu niño del alma, tumbado en el sofá con el mando a distancia te dice: “Me aburro”. Hay padres que consideran que deben ser los dinamizadores culturales de sus hijos, ofrecerles un menú de actividades, pero así estimulan su flojera. Mejor un “y a mí qué”, provocar que salgan de su aburrimiento autónomamente.
Entiendo.
...O el niño que ha tenido un día agotador: exámenes, entreno… Llega a casa, tira la mochila y exclama: “¡Estoy cansadísimo!”. Los padres perfectos le preparan un baño y le sirven la cena. Yo abogo por un: “Te entiendo perfectamente porque yo llego así muchos días, pero por favor recoge la mochila”.
Ya.
La adolescencia se ha convertido en un nuevo fenómeno cultural y comercial. Y a menudo la autoestima se confunde con el narcisismo que hoy se considera una conducta normal, y eso fragiliza mucho. Si te crees que el mundo está para servirte, vives en un engaño.
Hay que ser comprensivo...
Los adolescentes aprenden saltándose los límites. Tienen más energía que sentido común para controlarla y a menudo actúan sin lógica; los padres lo sabemos, pero esa comprensión te la debes guardar para ti, tú debes ser sus frenos.
Dice que sin culpabilidad no hay moralidad... suena carca.
Hoy la palabra culpa está proscrita, pero señalarles las faltas es decirles que los consideras personas responsables de sus actos y no unos insensatos que no saben lo que hacen; así podrán reflexionar y extraer alguna conclusión.
¿Con o sin castigo?
La mejor manera de librar a un culpable de sus remordimientos es ofrecerle la posibilidad de hacer borrón y cuenta nueva. El drama de nuestros jóvenes es que hay demasiados adultos confundiendo comprender con justificar.
Con lo que hacemos nos hacemos.
Así es, y defiendo otro concepto olvidado: la virtud, cuya esencia es la ambición de realizar bien lo que tengas que hacer. Me parece más útil el compromiso de los actos que eso de repetir valores: “sé bueno” “sé sincero”, “sé justo”...
...
Y creo que es más noble aprender a querer la ­vida a pesar de sus constantes zancadillas que aspirar a una felicidad que se supone se consigue renunciando a la vida, es decir: creyendo que si eliminas lo que va mal serás feliz.


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