(Gracias a Vane y a Enriqueta por este precioso
texto de Ángeles Caso)
Necesito poco y lo poco que necesito, lo necesito poco...
Será porque tres de
mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades
gravísimas. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido
ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar
las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría
ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta
mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a
entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que
creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero,
más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de
laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la
maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los
egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y
cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que
quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que
ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y
palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que
padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de
una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del
malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos
indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas
que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la
mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan
cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y
exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, ahora, en
este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi
amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas
palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos.
Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se
asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las
músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo
mientras mi conciencia esté tranquila.
También quiero, eso
sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo
el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el
dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a
diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve
la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir
llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No
convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que
el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la
pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada o todo.
Ángeles Caso